«El
horizonte del hombre de la Edad Media era restringido; su mundo, pequeño. Geográficamente
estaba limitado en Occidente por las costas europeas y norafricanas del Atlántico.
Ahí estaba el finis terrae (el fin
del mundo). Aparte de Europa, conocía solamente en el norte de África y el
Oriente cercano y medio. Los extremos sur y oriente de Asia eran para él en
parte, irreales, casi regiones fabulosas. Su visión no sólo estaba limitada en
latitud, sino también en altitud.
La
tierra era para él el centro del universo, alrededor de ella giraban el sol y
los planetas, la cubría una sólida bóveda de cristal, la esfera de las
estrellas fijas. La Iglesia orientaba el pensamiento hacía Dios y la vida
extraterrenal y no hacía el conocimiento del mundo circundante. Las limitaciones
del hombre medieval se daban en el espacio y también en el tiempo.
Conocía
muy poco de de la cultura pasada, prefeudal; las manifestaciones culturales de
la Antigüedad constituían una incógnita muy grande. De la literatura Antigua
conocía sólo lo que la Iglesia podía utilizar para sus fines y lo que de acuerdo
con ellos se aprobaba.
Las
culturas de las naciones extraeuropeas eran consideradas indígenas, pecadoras y
merecedoras de repudio. A pesar de que la cultura árabe tuvo gran influencia en
la Europa, era considerada como doctrina de los “incrédulos”. La vida sensitiva
y sensual fue encauzada hacía escepticismo, los instintos naturales fueron
considerados pecaminosos.
Los
habitantes de las aldeas, encadenados al surco, tenían en la Iglesia su única
fuente de enseñanza es ésta se ocupaba de lo celestial y no de lo terreno. Las Universidades
del Medioevo estudiaba muy poco el mundo circundante, excepto por supuesto en
la medicina».
[CHADRABA, Rudolf y otros. Renacimiento y Humanismo, en Enciclopedia Popular, Dirigida por Rudolf Chadabra, Buenos Aires, Argentina, Carago, 1965, 73-74]
«Las
cualidades del renacentista eran en muchos sentidos revolucionarios y con
frecuencia se diferenciaban básicamente de las cualidades de la época
precedente. La Iglesia ensalzaba al hombre humilde, obediente de Dios y a las
autoridades eclesiásticas y terrenales. Dios lo es todo, el hombre no es nada,
sólo polvo y cenizas. La Iglesia insiste “No olvides que polvo eres y en polvo
te convertirás”.
El
hombre solo no logra nada sin la bondad divina; es llamado gusano fútil y se le
recuerda que está manchado por el pecado original. A diferencia de esta
humildad, el hombre del Renacimiento es consciente de sí mismo: su conciencia
surge del orgullo por lo que ya ha logrado. Los marineros están orgullosos de
haber cruzando el océano dominando las olas, las tormentas, el miedo a lo desconocido
y a los países extraños.
El
artista se siente orgulloso de su obra, el mecánico de su descubrimiento, el
filósofo de la valentía de su pensamiento. Así se crea un criterio nuevo acerca
del hombre, al que alaba con emocionados himnos en los que se glorifican sus fuerzas
físicas y espirituales, su capacidad creadora. La facultad creadora es apreciada
por igual en los actos del político del orgulloso señor, del golondero
arriesgado así como en la actividad del artista, del científico, del
comerciante, del artesano, del navegante».
[CHADRABA,
Rudolf y otros. Renacimiento y Humanismo, en Enciclopedia Popular,
Dirigida por Rudolf Chadabra, Buenos Aires, Argentina, Carago, 1965,
74-75]
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